04 mayo 2017

Contingencias

El autor la contempla cuidadosamente. El sombrero, la huella del carmín en las esquinas de su boca. Le parece que sueña ante su café. Absorta, ajena a la soledad de la silla vacía ante ella, ensimismada. Pronto amanecerá suavemente en Lisboa y ella rememora el encuentro con su amante antes de sumergirse en el trasiego que la llevará de vuelta a una vida quizás gris, quizás agitada,quizás monótona. Pero antes se concede una pausa morosa. Un espacio sólo para sí donde ni siquiera cabe él, pues no es él sino su recuerdo el que le regala ese estado somnoliento, esa delicada y dulce complacencia.

El autor la mira de nuevo, pero ahora le parece cansada y un poco triste. Acaba de salir de su turno de trabajo y se ha dado un poco de tiempo antes de calzarse sus pies cansados y caminar hasta su pequeño apartamento vacío. Es tarde en Boston y la noche está fría y llueve. Pero allí, por un momento, se siente protegida y abrigada. Y querría entrecerrar los ojos y prolongar ese momento indefinidamente, hacerlo durar, permanecer siempre así, tan próxima al sueño, pero a la vez real y concreta en esa cafetería de luces cálidas. Allí tranquila, como en un barco en medio de la noche. Y fuera la tormenta.


El autor ahora observa los detalles. Y percibe la coquetería y el cuidado tierno en cada detalle. Las Vegas debe relucir a través de la ventana como un río de infinitas luces de colores en medio del desierto. Si se acercara a los cristales lo vería. Pero ella no mira hacia fuera. Ella sueña su vida. Anticipa el encuentro y las palabras y los besos y los planes. Imagina una sucesión de momentos alegres y luminosos. Sueña. Y en su corazón el pastel de bodas es el mas dulce y las mañanas las mas soleadas. Sueña desayunos con café con leche y manos entrelazadas que no precisan de guantes para ser abrigadas. Y sueña también con niños rubios y sonrientes. Su enamorado se retrasa, pero ella no se impacienta. No tiene prisa.


El autor piensa ahora que esa expresión absorta tiene algo de expectación. Percibe una tensión escondida. La inquietud ligera que se percibe bajo la piel ante algo nuevo. Ella intenta que su respiración se haga lenta, pausada. Se promete a sí misma que si consigue calmar la respiración se calmará el mundo y no se sentirá así. Insegura, perdida, asustada. No se sentirá ridícula con el gorrito que se ha colocado ante el espejo, convencida ya de que no tiene el aspecto adecuado para el nuevo trabajo. Si consigue respirar despacio desaparecerá su miedo a que el jefe sea malo y los compañeros hostiles. Y respira y respira y respira. Y el mundo se para. Ella se para mientras Madrid se agita a su alrededor, preparándose para el nuevo día.


El autor contempla ahora la escena en su conjunto. La cafetería aseada y solitaria. El reguero de luces reflejadas en el cristal ciego, que no permite ver la noche detenida en el exterior. El radiador antiguo, el frutero incongruente que devuelve una extraña nota de color.


Ahora se instala bajo la piel de ellas y siente la frialdad del mármol de la mesa en la mano que mantienen desnuda y un calor suave en la que dejaron enguantada. Siente el sabor amargo del café al final cada lengua y el corazón latiendo como un gorrión en el centro del pecho de todas ellas. Y sabe que no va a ser posible decidirse por ninguna, pues las ama a todas por igual. Cada una le parece hermosa, valiosa, única. Y todas sus pequeñas historias merecen la pena ser contadas.


El autor, conmovido, comprende su fortuna, pues se le ha otorgado el raro privilegio de atravesar la torpe barrera del espacio y el tiempo. Comprende que desde donde está puede contemplar a todas las mujeres en cada una de esas mujeres. Cuatro vidas, o cuatro mil, o cuatro millones en un único instante de intimidad perfecta de una mujer consigo misma. Aquí y en todas partes. En este mismo momento.


Imágen: Automat 1927, Edward Hopper




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